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miércoles, 20 de enero de 2010
martes, 12 de enero de 2010
Monsieur Butterfly
“Es pasmoso que las personas corrientes se fijen tan poco en las mariposas” sentenciaba Nabokov en su espléndida autobiografía Habla,memoria, uno de los más grandes escritores que diera a la literatura el siglo XX.
Esta obra no solo debería ser celebrada por todos los admiradores del genial maestro ruso sino también por todo aficionado a la entomología y especialmente a las mariposas, esas criaturas que alguién definió como "flores con alas". Si además de pasión por los bichos uno es de esas personas que sobreviven infectados sin remedio por el virus de la literatura, seguro es que su capítulo sexto será de lo más gratificante.
Quienes compartimos afición por los lepidópteros, desdeñando el cruento ritual de ensartar en un alfiler a estas princesitas (como sí hacía el sistemático autor de Lolita), los párrafos que siguen nos devuelven el cómico reflejo de nuestras desenfadadas jornadas campestres.
“También averigüé muy pronto que cuando un “lepist” se dedica a su tranquila búsqueda puede provocar las más extrañas reacciones en otros seres”.
“En un camino que se elevaba sobre el Mar Negro , en la península de Crimea, y entre matorrales de flores que parecían de cera, en marzo de 1918, un estevado centinela bolchevique intentó arrestarme por haberle hecho señales (con mi cazamariposas, dijo) a un buque de la Armada británica. En verano de 1929, cada vez que atravesaba andando un pueblo del Pirineo oriental, y volvía casualmente la cabeza, veía detrás de mí a los campesinos congelados en las diversas poses en las que mi paso les había encontrado, como si yo fuese Sodoma y ellos la mujer de Lot. Un decenio después, en los Alpes marítimos, noté una vez que la hierba se ondulaba de forma serpentina a mi espalda, porque un gordo policía rural se arrastraba sobre su barriga tras de mí para asegurarse de que no intentaba cazar pajarillos. Norteamérica me ha mostrado más ejemplos incluso que otros países de este interés morboso por mis actividades rederas, quizá porque cuando llegué aquí ya era cuarentón, y cuanto más viejo sea el cazador de mariposas, más ridículo parece con un cazamariposas en la mano. Severos granjeros me han señalado los carteles que decían PROHIBIDO PESCAR; desde los coches que pasaban por la carretera me han lanzado aullidos de burla; perros adormilados que hacían caso omiso hasta de los vagabundos de peor aspecto se han reanimado para acercárseme gruñendo; diminutos críos me han señalado con el dedo a sus desconcertadas mamás; veraneantes de mentalidad tolerante me han preguntado si cazaba chiches para usarlas como cebo; y una mañana, en un erial iluminado por altas yucas en flor, cerca de Santa Fe, una enorme yegua negra estuvo siguiéndome casi dos kilómetros”.
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