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sábado, 17 de octubre de 2009

Convidados vegetales
















Coge el dinero y corre es el nombre de una de las primeras películas de mi admirado Woody Allen. No por casualidad el título visita mi cabeza cuando merodeo ante uno de esos fantasmales y destartalados módulos promocionales de chalets que han venido proliferando hasta los avisos más severos de la crisis inmobiliaria.

Tras la súbita retirada de los escualos de la construcción llama mi atención el decorado vegetal superviviente. Pequeñas coníferas, tagetes, santolinas o Euonimus, como los de la foto, quedaron en verano a merced del sol inclemente y la falta de agua, una vez liquidado su concurso en el atrezzo embaucador de la felicidad doméstica perpetrada por los agentes inmobiliarios.

En resumen, un escenario tramposo y residual en el que destaca la provisionalidad de estos elementos vegetales. A diferencia de otros olvidados enseres, su condición vital añade un punto grotesco a la escena pues nadie los echará en falta ni, por supuesto, garantizará su supervivencia. Ni tan siquiera los servicios municipales de jardinería asumirán sus cuidados dado su muy particular origen.

A estas alturas del desastre nadie debería ignorar que la naturaleza rapaz del presente modo de producción homologa personas, ladrillos, tenazas o plantones de vivero. Es llamativo escuchar de boca de algún que otro socialdemócrata -sí, esos mismos que años ha se echaron en brazos del capital- aquello de que la economía no es sino una más de las ciencias sociales y que, por ello, debería adaptarse a las necesidades de los seres humanos y -por extensión new age- a las de los ecosistemas que los acogen, nunca al contrario.

Lo peor de todo es que sospecho que durante tiempo indefinido soportaremos a políticos, economistas y, cómo no, a esos ladrilleros que hoy parecen vivir sus horas más bajas, y sus peroratas sobre la supuesta sostenibilidad que anima sus acciones y sus obras.

Yo, mientras tanto, confío en llevar una repleta cantimplora de agua el próximo día en que el maestro Allen vuelva a asomarse a mi memoria.

lunes, 12 de octubre de 2009

Castanea sativa

Jornadas atrás compartí con mi boxer varios paseos por tortuosos senderos rodeados de castaños centenarios. Sus desaforadas carreras me hicieron pensar que parte de su reprimido espíritu lobuno se liberaba al saberse envuelto por semejante frondosidad. Y es que para un can debe ser un lujo cuasi oriental sustituir –apenas unos días- el recalentado parque urbano de la periferia madrileña por este entorno con todas las papeletas para ser morada de hadas, elfos o del mismísimo Basajaun.
A poca fascinación que la naturaleza sea capaz de suscitarnos solo un paso nos separará de la reverencia sincera hacia estos gigantes.
El castaño (Castanea sativa) muestra preferencia por los lugares frescos y de suelos profundos. No tolera bien los climas extremos. Es por ello que tanto las fuertes heladas del invierno como los rigores estivales mediterráneos se convierten en serias amenazas para su óptimo desarrollo. Es sabido que los romanos contribuyeron decisivamente a su extensión por la península Ibérica. No obstante los registros fósiles certifican su presencia antes de las últimas glaciaciones, confinado en aislados valles del norte peninsular.
Como bien nos recuerda el botánico Emilio Blanco, la importancia del árbol se refleja en infinidad de citas literarias. Además, el lenguaje popular está trufado de numerosas expresiones que tienen en el castaño su razón de ser: “Esto pasa de castaño oscuro”, “En tiempos de Maricastaña”, “Sacarle las castañas del fuego”, o el expresivo “Toma castaña”.
Su nombre latino Castanea, deriva del griego kastanon que, como no podía ser menos, significa castaño y a su vez de Kastana, ciudad de Asia Menor célebre por sus castañares.