Jornadas atrás compartí con mi boxer varios paseos por tortuosos senderos rodeados de castaños centenarios. Sus desaforadas carreras me hicieron pensar que parte de su reprimido espíritu lobuno se liberaba al saberse envuelto por semejante frondosidad. Y es que para un can debe ser un lujo cuasi oriental sustituir –apenas unos días- el recalentado parque urbano de la periferia madrileña por este entorno con todas las papeletas para ser morada de hadas, elfos o del mismísimo Basajaun.
A poca fascinación que la naturaleza sea capaz de suscitarnos solo un paso nos separará de la reverencia sincera hacia estos gigantes.
El castaño (Castanea sativa) muestra preferencia por los lugares frescos y de suelos profundos. No tolera bien los climas extremos. Es por ello que tanto las fuertes heladas del invierno como los rigores estivales mediterráneos se convierten en serias amenazas para su óptimo desarrollo. Es sabido que los romanos contribuyeron decisivamente a su extensión por la península Ibérica. No obstante los registros fósiles certifican su presencia antes de las últimas glaciaciones, confinado en aislados valles del norte peninsular.
Como bien nos recuerda el botánico Emilio Blanco, la importancia del árbol se refleja en infinidad de citas literarias. Además, el lenguaje popular está trufado de numerosas expresiones que tienen en el castaño su razón de ser: “Esto pasa de castaño oscuro”, “En tiempos de Maricastaña”, “Sacarle las castañas del fuego”, o el expresivo “Toma castaña”.
Su nombre latino Castanea, deriva del griego kastanon que, como no podía ser menos, significa castaño y a su vez de Kastana, ciudad de Asia Menor célebre por sus castañares.
Hace 1 día
No hay comentarios:
Publicar un comentario