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miércoles, 21 de julio de 2010

Cuento de verano

Revolviendo viejos papeles me encontré con este texto. Me sirvió hace unos años para ganar mis primeras pelillas -y seguramente las últimas- juntando letras. Lo presenté a una revista local que convocaba un pequeño concurso de relatos. Aprovechando el simpático hallazgo y, sobre todo, el asfixiante calor que padecemos me animo a recuperarlo.


Un susto profundo

El salón de su casa se había convertido en un inesperado remanso de paz. Hacía tan sólo unos minutos su mujer había llamado para anunciarle que llegaría tarde. Aprovechó la circunstancia para despanzurrarse en el sofá con la intención de apurar un libro que tenía algo desatendido. Provisto de un vaso de whisky, que le ayudara a paladear esa imprevista franja de la tarde, abrió las páginas de la novela al tiempo que con el mando a distancia condenaba al mutismo a cinco invitados de un programa líder de audiencia y sandeces.

Tras unos instantes interrumpió la lectura pues recordó –vagamente- un fragmento de la conversación en la que su mujer le rogaba no olvidara poner la lavadora que ella había dejado preparada. Se dirigió a la cocina y, de inmediato, Jorge sintió un inexplicable sopor. Las piernas carecían de la fuerza necesaria para impulsarle y sus párpados se entornaban como lo harían los de un bebé satisfecho. Le pareció como si el pasillo que separaba el salón de la cocina no fuera a acabarse nunca.

Un segundo antes de accionar el botón descubrió en el suelo un calcetín arrugado. Presa de un sueño abisal se lo llevó a la nariz con idea de determinar si merecía o no acabar en la panza del electrodoméstico. Reconoció en la prenda el olor tan familiar como rancio de sus propios pies después de una larga jornada de trabajo.

Tras componer un mohín de desagrado lo apartó de su cara. De repente sintió nauseas y Jorge se agachó buscando la seguridad indudable del suelo. Torpemente lanzó el calcetín al fondo de la lavadora para introducir después –con una determinación que parecía ajena a su propia voluntad- su mareada cabeza a través de la claraboya de la máquina.

De pronto la expresión de su cara se ilumina. Jorge advierte un destello que le deslumbra. Contempla –estupefacto- cómo la estrechez del tambor de la lavadora se ha convertido en un océano cálido salpicado por un millón de reflejos; un caleidoscopio fascinante que colapsa sus sorprendidas pupilas. Criaturas de vientre metálico le devuelven el reflejo del sol que, junto a apretados corales rojos, componen un escenario rutilante.

Un cardumen de diminutos peces desfila –desafiante- ante sus propias narices. Más allá vislumbra un campo de erizos de mar, esas criaturas que tanto temor le provocaban de niño. De repente se sintió protagonista de uno de esos documentales del comandante Cousteau a los que nunca prestó demasiada atención pero que tan bien le servían para convocar el sueño tras una comida abundante.
Perplejo, Jorge se frota los ojos durante unos instantes pero comprende que debe emplear sus energías en bracear, en avanzar a toda costa, pues una corriente traidora le envía angustiosamente hacia el fondo…

Súbitamente Jorge cree distinguir un murmullo familiar, un ramillete de frases que parecen aludirle. Su debilitada consciencia aprecia la voz entrecortada de su mujer, que gimotea desesperada a su lado:

¡Jorge, por favor, no me asustes! ¡Mira que eres animal! ¡Te dije que no comieras tanto, que no te iba a sentar nada bien!. ¡Si es que mi marido es un bruto! ¡Vaya primer día de vacaciones que nos has dado!.

Uno de los bronceados socorristas- que a tenor de su físico debía coleccionar músculos como otros reúnen sellos de correos- pregunta a la mujer qué le puede haber sentado mal.

-Seguro que los pimientos fritos. También le advertí que los mejillones al vapor son muy fuertes, pero él erre que erre. Apenas me dejó a mí probar bocado. Y la sangría… ¡casi un litro y medio de sangría helada él solito!.

Poco a poco Jorge va recuperando la consciencia. El recuerdo de sus excesos gastronómicos en el chiringuito playero se mezcla con su delirante periplo submarino. Las imágenes centrifugan, frenéticas, en su todavía poco aclarada mente. De repente su cara esboza una mueca de sobresalto, mira a su alrededor igual que un niño al que hubieran escondido su juguete. A dos metros los socorristas increpan a la multitud curiosa para que permita circular el aire que tanto parece necesitar el azorado Jorge.

En un momento detiene su búsqueda. Comprende que por más que lo pretenda no va a encontrar ningún libro ni vaso de whisky alguno. Quizá todo no haya sido sino eso: un mal trago. Tanto tiempo esperando las vacaciones para este percance que a punto le cuesta la vida.

Un momento antes de perderse, taciturno, en un mar de bañistas Jorge ya ha decidido obviar el suceso la mañana en que sus compañeros de oficina le pregunten, burlones, por sus vacaciones.

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